"Manta-raya enséñame más". No podía sacarse la letra de aquella canción de la cabeza. Los gritos eran como millones de martillos que retumbaban en las paredes. Era domingo y estaba harto de aguantar todos los fines de semana el mismo escándalo. Él subió el volumen de la radio para ignorarles, pero los vecinos gritaron aún más alto. Alguien dio un portazo y él quitó la música para oír lo que estaba ocurriendo arriba. Le estaban echando un pulso. Un estentóreo: "¡Hija de puta, te voy a matar!" se oyó en todo el patio interior. El vecino rumano hablaba español sólo cuando insultaba a su esposa y esta vez la cosa parecía seria. Jonás, el único vecino que parecía enterarse de lo que estaba sucediendo, se asomó a la ventana, por donde el tenderete, y oyó los gritos de terror de la mujer. Se armó de valor y salió de casa como un héroe rumbo al quinto a ver qué estaba sucediendo. Se detuvo frente a la puerta de donde venían los gritos y le dio un par de violentas patadas. Se hizo el silencio. Luego la puerta se abrió: una mujer con un ojo en tinta abrió y le dijo que se encontraba bien, pero Jonás no se lo creyó. Cometió el error de insistir, por el bien de aquella pobre mujer maltratada, con que iba a llamar a la policía para que deportaran a su esposo maltratador. Una mano gigantesca avanzó en cámara lenta por detrás de la cabeza de la mujer, pasando por la frente y los ojos, hasta llegar a las fosas nasales desde donde la cogió como si fuera una bola de billar para arrastrarla dentro de casa. Lo siguiente fue la visión de un hombre descamisado y gigantesco que le metió un puño por la boca saltándole los dientes que acabaron estrellados en la primera planta. Su cabeza se estrelló contra el pasamano y todo se fue a negro. Los vecinos no oyeron nada, o al menos eso fue lo que dijeron a la policía cuando encontraron a la mujer muerta y al maltratador colgando de una viga vista del techo.
La jipjopera volvió a tener el mismo sueño pero esta vez le cortaban la mano derecha. A través de las aguas de la piscina se despidió de su anillo de casada. Cuando despertó sus ojos seguían una luz blanca como la línea de una carretera sin fin. Un extraño hombre de blanco se asomó por un costado y le abrió el ojo derecho. Ella tenía la vista perdida. Intentó recordar por qué estaba allí hasta que cayó en la cuenta que llevaba días sin tomarse la medicación por culpa de la puta mudanza de la corrala al piso de su hermana solterona que vivía cerca del Manzanares. ¡Me-me-me-ca-ca-go en mi-mi pu-pu-puuuuta madre!, exclamó sin poder evitar la mascarilla que le enroscaron en toda la bocaza.
¡Se nos va, se nos va!, gritaba el salvavidas. Estaba maniatado con lienzas de pescar sobre la arena como una vulgar merluza. ¡Le habían salvado! Sintió un fuerte dolor en los pulmones y luego un filo helado que le recorría desde los pies al cuello. Estaban cortando lo que le aprisionaba. De pronto recordó que estaba en lo alto del trampolín pescando cuando se enredó en las lienzas, dio un paso en falso, y se fue con todo y anzuelos, enredado de la manera más estúpida, de cabeza al mar. Alguien le vio caer y llamó a los salvavidas que lograron sacarle a superficie tirando de las lienzas como si fuera una oruga. Lo más urgente fue sacarle a superficie para que pudiera respirar y dejaron para el final desenredarlo. Todos pensaron que se trataba de un suicidio porque las lienzas estaban especialmente apretadas al cuello. Intentó hablar pero un asqueroso sabor a sal reptó desde las paredes de su estómago y le hizo vomitar al salvavidas. Tosió hasta escupir un caldo verdoso, pero luego se sintió mejor. Cuando pudo recuperarse se incorporó sobre la arena. No conocía aquella playa. Miró al salvavidas y éste le dijo algo que no entendió. Se dejó caer sobre la arena y se llevó las manos al cuello. La cuerda ya no le aprisionaba. Ahora lo entendía todo. Estaba a millones de kilómetros de distancia de su mujer muerta. Tenía una nueva oportunidad de recomenzar y estaba absolutamente seguro que la iba a volver a cagar.
Cuando la jipjopera regresó de su viaje estaba clavada por todas partes como si fuera una mariposa en un corcho. Observó sus manos. Tenía ambas en su sitio y en la derecha lucía su anillo de casada. Respiró aliviada. Intentó descansar, pero vino a su cabeza el recuerdo de lo que acababa de vivir y gritó, gritó hasta que el enfermero entró en la habitación a meterle un calmante por la intravenosa. La jipjopera se dio cuenta que gritar había sido un error porque ahora le meterían un tranquilizante como a las locas. Lo tenía claro: una mujer había muerto con el vecino que había intentado ayudarla, pero el cabrón del esposo había sobrevivido en otro tiempo y lugar. ¿Y el pescador del trampolín? ¿Qué había sido de él? ¡Jo-jo-jo.der!, exclamó. Sus ojos fueron cerrándose poquito a poco. Todo empezaba de nuevo cada vez que se preguntaba algo. Ya venía el sueño, venía por ahí cerquita, venía el sopor y venía la saliva calentita bajando por la comisura de sus labios. Ya venía la primera imagen, el primer flash con el fin de la historia, la explicación al sueño de sus dos manos cercenadas – una con anillo y la otra sin él – y se arrepintió de haber olvidado tomar la medicación para la epilepsia. ¡De pu-pu-puta ma-ma-madre!, exclamó flojito, y se durmió pidiendo a Dios que le dejara soñar con su gato y no con gente puñetera, que no conocía de nada, que venía a contarle que había muerto de manera injusta.
Yo cuento tres… faltan noventa y siete pesadillas para llegar a cien. Putadón de vida.
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