2011年4月23日星期六

Al otro lado de la vida 1×107 « Al otro lado de la vida

Zoe despertó con el ruido del trueno que anunciaba la inminente lluvia. Tardó unos segundos en ubicarse, y en cuanto se despejó un poco, bajó las escaleras de la litera, tratando de amagar un bostezo. No hizo falta siquiera que pisara el suelo para empezar a preocuparse. La cama de Bárbara estaba vacía, daba fe de ello la tenue luz de las velas que en breve se consumirían por completo. La niña pisó tierra firme y dio media vuelta. La cama de Morgan estaba igualmente vacía. No pudo evitar comenzar a gimotear y a ponerse nerviosa. Agarró su linterna y palpó el revólver que descansaba en el bolsillo central de su vestido rosa, deseando no necesitar utilizarlo.

ZOE – ¿Bárbara?

Tan solo obtuvo el silencio como respuesta. Caminó de un extremo a otro de la celda, iluminándolo todo a su paso, encontrándose cada vez más sola y asustada. Mil y una posibilidades comenzaron a formarse en su joven mente, cada una peor que la anterior. Todas coincidían en lo mismo: no volverían. Salió de la celda, con una de sus manos metida en el bolsillo, temblando de pies a cabeza. Iluminó una a una todas las celdas, dejando para el final la única que estaba ocupada. Marcelino seguía en el mismo sitio, con la misma expresión en la cara. Entonces escuchó un ruido a lo lejos, un eco.

Su corazón dio un vuelco y corrió a esconderse tras la esquina que formaba el pequeño pasillo que comunicaba el calabozo con el vestíbulo del sótano. El ruido de pisadas se fue acentuando, cada vez más cercano, hasta que en un momento dado fue sustituido por el tintineo de unas llaves en contacto con la puerta que la separaba de la libertad. Trató de aguantar la respiración, deseando que fueran ellos, pero convencida de lo contrario. La puerta gruñó al abrirse, sus piernas temblaban amenazándola con perder el equilibrio. Entonces Morgan cruzó al otro lado, la vio a su lado, y dio un salto, sorprendido.

MORGAN – ¡Ay, coño!

No esperaba verla ahí y le asustó encontrársela tan de sopetón. Dio gracias a Dios que no llevaba la escopeta cargada en las manos, porque de lo contrario tal vez hubieran tenido que lamentarlo. Zoe vio como ambos entraban al calabozo. Apenas había tenido ocasión de preocuparse, pero ese toque de atención le había hecho revivir su mayor temor; lo que más temía en el mundo era volver a quedarse sola, y por un momento había llegado a convencerse que así era. Ahora que se veía de nuevo arropada la tensión pudo más que ella, y fruto del desahogo y el miedo que había pasado, no pudo evitar estallar en lágrimas. Bárbara se acercó a ella, y se arrodilló apartándole el pelo de la cara haciéndola que la mirase.

ZOE – Pe… pensé que os habíais ido sin mí.

BÁRBARA – Lo siento. Solo salimos un momento, y no queríamos despertarte.

ZOE – Pero… Pero…

BÁRBARA – Ya pasó, cariño. Te prometo que no volveremos a dejarte sola, nunca.

Morgan las miró desde la distancia, y acabó de convencerse que jamás podrían separarse ellas dos. Si la niña también la perdía a ella, acabaría haciéndose matar, era demasiado joven y frágil para asimilar su pérdida. Miró al techo, tratando de atisbar el cielo que había tras el hormigón, y rezó para que Bárbara no estuviera infectada, porque de lo contrario, él tendría que hacerse cargo de la pequeña, y no se veía capacitado para una misión de ese calibre. Se le antojaba mucho más difícil que cualquiera de las misiones que había hecho en el cuerpo.

Bárbara consiguió tranquilizarla, y poco a poco el llanto se tornó en un ligero sollozo y sorbida de mocos. Algo más calmados recogieron los pocos bártulos que llevaban consigo y salieron del calabozo para no volver más, dejando como único inquilino a Marcelino. Morgan le echó un último vistazo, que acabó de convencerle de que había tomado la decisión correcta. Llegaron de nuevo a las escaleras, arma en mano, cosa que ya se había convertido en una costumbre siempre que no estaban del todo seguros, y volvieron al hall de entrada de la comisaría.

En el gran doble espacio el ruido de la intensa lluvia que estaba cayendo fuera resonaba por todas las paredes, acompañado de los truenos esporádicos, impregnándolo todo de un eco macabro que llegó a erizar el vello de los brazos a más de uno. Caminaron hacia la puerta de entrada, cada vez más convencidos que no tendrían problemas para salir, cuando Morgan reparó en lo que había en los bancos, o mejor dicho, lo que no había.

Las esposas seguían en el mismo sitio en el que Alberto las había dejado, pero el infectado que las llevaba el día anterior había desaparecido de escena. En su lugar, había un gran charco de sangre y lo que parecía un pie arrancado de la pierna, mordisqueado y olvidado a un par de metros del gran charco que se había formado cuando el infectado se lo había arrancado con sus propias manos y dientes la noche anterior. Un reguero irregular de sangre emergía de ahí y se dirigía hacia la recepción, justo hacia donde se encontraba Morgan en ese momento, que apenas tuvo tiempo de seguirlo con la mirada, cuando el infectado le agarró del tobillo y le hizo perder el equilibrio y la escopeta, que rodó por el suelo hasta estamparse contra la puerta de cristal.

El infectado comenzó a reptar ayudándose de la ropa de Morgan, pues no se podía tener en pie, luchando por pegarle un mordisco fatal, mientras éste trataba de quitárselo de encima sin conseguirlo; estaba muy bien agarrado a él. Entonces sonó un contundente disparo que acalló por un instante el eco de la lluvia. La bala cruzó el cráneo del infectado entrando por una oreja y saliendo por la otra, salpicándolo todo hacia un lado, lejos de Morgan, que enseguida se afanó en quitárselo de encima de un empujón y levantarse de nuevo, asqueado por el tacto gélido y áspero de su piel.

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